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4 traumas que nos impiden ser felices

Tal vez no lo habían pensado, pero hay un sinnúmero de eventos que pueden convertirse en traumas. ¿Qué herida creen que no los deja vivir?

noviembre 2, 2021

Mario Guerra
Tanatólogo, conferencista, business coach, psicoterapeuta
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Las experiencias infantiles muchas veces dejan profundas heridas que se convierten en cicatrices que marcan para siempre nuestras vidas.

Quien se supone debería cuidarnos y amarnos, condiciona el amor a la obediencia y se prefiere lo “correcto” a lo bueno.

Existen un sinnúmero de eventos que pueden convertirse en traumas en la vida adulta y que no nos dejan ser felices, pero en esta ocasión, vamos a ver 4 de ellos que son de los más comunes y dolorosos que existen.

¿Qué es un trauma?
La palabra trauma significa herida en su origen griego.
Desde la psicología podemos definir al trauma como una herida psicológica o una herida emocional.
Son eventos que rebasan la capacidad que tiene un individuo para afrontar o asimilar lo que ha ocurrido.

¿Todas las personas vamos a experimentar traumas en la vida?
Muchos de nosotros vamos a estar expuestos en algún momento de la vida a algún evento, vivencia o trato donde existan elementos que no podremos siempre afrontar o asimilar.
No todas las personas responden de igual manera a un evento potencialmente traumático. Unos que con poco salen lastimados y otros que afrontan mejor lo mismo, por así decirlo.
En la infancia somos particularmente vulnerables al trato que nuestros padres y otros adultos de referencia nos dan.
Pero tampoco podemos descartar el efecto que tiene en nosotros las vivencias con hermanos y hasta amigos.

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¿Los traumas emocionales o psicológicos duran para siempre?

No necesariamente. Recordemos que tiene que ver con la naturaleza de lo que pasó, pero también con la capacidad de afrontar el hecho lo que determina si un evento traumático se convertirá en un trauma de larga duración o no.
Factores de personalidad, resiliencia o la presencia de elementos o personas que amortigüen el impacto del evento son de gran ayuda al momento del hecho.
Posteriormente, especialmente si ya ha pasado tiempo y los efectos del trauma se hacen una constante en nuestras vidas, lo mejor es buscar ayuda especializada dependiendo de la naturaleza e impacto del evento.
Muchos, como después de un accidente físico, quedarán sin un rasguño; otros, con alguna cicatriz más o menos notoria y algunos otros con alguna discapacidad para la que tendrán que encontrar la rehabilitación necesaria y aprender a moverse por el mundo con ella y a pesar de ella.

¿Cuáles son algunos de los traumas más comunes y sus efectos?
No nos vamos a referir aquí a eventos directamente traumáticos que caerían en un diagnóstico clínico de TEPT o un Desorden Traumático del Desarrollo (DTD),
Busco aquí narrar algunos de los efectos que vivencias de la vida cotidiana con padres incompetentes, enfermos, ansiosos o depresivos causan en la vida adulta.

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El falso “Yo”
Desde niños nos enseñan que hay partes de nosotros que son inapropiadas, inadecuadas o inaceptables.
Como el enojo, la tristeza, poder hacer un reclamo o expresar un deseo o necesidad.
Nuestros padres no reflexionan que esas expresiones derivan de estados emocionales internos que no nos han enseñado a expresar de otra manera y tratan de acallar o corregirnos por temor al qué dirán o por mantener una posición de poder sobre nosotros.
La forma que tienen los padres de hacer esto es a través de una aceptación condicional basada en un frases como:
“O te comportas como yo te digo o…
Me voy a ir, te voy a regalar, ya no te voy a querer, nadie te va a querer, te verás horrible y te saldrá una marca en la frente que todos señalarán, se te va a secar la mano, va a venir el diablo a jalarte los pies, haces llorar al niñito dios, etc”.

Muchas de esas exigencias son imposibles de cumplir porque demandan cosas imposibles para un niño como la “perfección, sumisión y santidad”.
Entonces el niño aprende que ser él no está bien, que debe encerrar en lo más profundo de su alma estos deseos, inconformidades y necesidades y se pone una máscara para ser aceptado y de ser posible amado.
Tratamos de convertirnos en el hijo que ellos dicen querer tener, porque está visto que “no somos ese hijo”.

¿Qué efectos causa esto en la vida adulta?
Al enterrar a nuestro verdadero yo en las mazmorras de la vergüenza, perdemos contacto con quien realmente somos.
Vivimos con la sensación de poder ser “descubiertos”; de que nuestra máscara se caiga y que la gente nos vea tal cual somos (con emociones y sentimientos) y se repugne de nuestra presencia como sentimos que lo hicieron en su momento nuestros padres.
Nos volvemos los eternos complacientes, los que nunca se quejan, los que no se enojan, pero que en lo profundo siguen almacenando resentimiento, miedo y rencor.
Imaginemos al “Yo real” encerrado por años, sin ver la luz, sin que nadie lo escuche, sin que nadie atienda sus necesidades más elementales. Como un verdadero prisionero.

Pensamiento victimizante
En la infancia desarrollamos un sentido de identidad; de cuál es nuestro lugar en el mundo pero también de quién creemos que somos y quién no creemos ser.
Esto lo aprendemos a través de nuestro “espejo del yo interior”, que son los reflejos que nos devuelven nuestros padres cuando interactúan con nosotros.
Pensamos “la manera en como me tratan es fiel reflejo de cómo soy”. Lo cual no necesariamente es cierto, pero de niños no podemos hacer esa distinción y no tenemos el poder de cambiar la situación.
Si nos pensamos como personas dignas, completas, con un propósito en la vida y la capacidad de dar y recibir, seguramente podremos relacionarnos con nosotros mismos de una forma más libre y sin miedos.
Por el contrario, si nos vemos como seres malos, defectuosos o indeseables, así es justo como nos vamos a tratar.
Esto provoca sentimientos de indefensión y desempoderamiento; nos convertimos en víctimas que nada pueden hacer para cambiar su circunstancia.

¿Qué efectos causa esto en la vida adulta?
Incapacidad para tomar el rumbo de nuestras vida en nuestras manos.
Delegar decisiones importantes a otros (padres, amigos, pareja, hermanos) o a agentes externos (la suerte, el karma, los astros, etc).
Olvidamos que siempre tenemos la posibilidad de elegir, al menos la manera en cómo nos pensamos y qué nos decimos de nosotros mismos.
Nos seguimos pensando como víctimas porque no nos hemos atrevido a pensarnos distinto.
Es verdad que de niños no teníamos el poder de cambiar nuestras circunstancias y situación, pero ya hace varios años que dejamos de ser aquellos niños indefensos.

Agresión pasiva
Una familia disfuncional no gestiona muy bien sus emociones, especialmente el enojo.
Entonces puede darse uno de dos escenarios:
Hay expresiones violentas y desbordadas de enojo.
El niño crece pensando que el enojo es algo terrible que hay que evitar para no generar un entorno inhabitable. Siente que no hay control posible sobre el enojo porque eso es lo que vió y así aprendió a actuarlo. Teme a “la bestia”.
Hay supresión y prohibición de las expresiones de enojo.
Como el enojo era visto como inaceptable, se aprendió que es algo que se siente, pero que está mal sentirlo.
Pero el enojo existe y es normal, entonces el niño aprende a actuarlo de una manera muy retorcida e indirecta que no parece enojo, pero que está cargada de una gran agresividad.

¿Qué efectos causa esto en la vida adulta?
Rebeldía ante la autoridad, aplicar la ley del hielo, tener “olvidos accidentales” de algo que te pidieron hacer, falta de cooperación y cumplimiento de acuerdos, “accidentes” como dañar la propiedad de alguien indirectamente porque “cualquiera se equivoca”.
Esto por supuesto causa gran enojo y frustración en cualquiera que se relacione contigo.
Lo cual te viene “muy bien”. Ya que tú no te permites expresar el enojo, proyectas esto en otros para que lo expresen por ti.

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Pasividad
Cuando nos sentimos descuidados o emocionalmente abandonados por quien se supone debería cuidarnos y amarnos, aprendemos que expresar o buscar satisfacer nuestras necesidades es motivo de abandono y desamor.
Entonces empezamos a convertirnos en cuidadores y satisfactores de las necesidades ajenas convirtiéndonos en seres abnegados que dan la vida por otros.
De hecho, si quisiéramos bajo este esquema satisfacer una necesidad como descansar, comer o hasta ir al baño cuando estamos dando algo a otro que creemos que necesita, nos sentimos malas personas.

¿Qué efectos causa esto en la vida adulta?
Nos abandonamos a nosotros mismos, física y/o emocionalmente.
Sabemos lo que queremos, pero sentimos que no lo merecemos y, aunque estemos apunto de lograrlo, siempre “algo se atravesará en el camino” para impedirlo.
Solemos vivir bajo el “no importa que abusen de mí, yo lo hago por amor sin esperar nada a cambio”.
Los demás piensan que tenemos mala suerte o no le “echamos ganitas”.

¿Qué hacer?
No podemos cambiar el pasado, pero tenemos que mirarlo, reconocerlo, nombrar las emociones que sentimos ante lo que ha pasado y darle un nuevo significado a esas memorias infantiles.
Quizá con algunos de estos eventos tengamos que aplicar el “Principio de Hanlon” o “Navaja de Hanlon” que sostiene: “Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez”.
Sea como sea es ya hora de hacernos conscientes y hacernos cargo de buscar sanar estas viejas heridas que se han convertido ya en auténticos obstáculos para nuestra felicidad.
No es sencillo ni rápido, por supuesto, porque no hay recetas o fórmulas mágicas. Precisamente por eso no hay más tiempo que perder para sanar, reparar o aprender a relacionarnos de una forma más sana y desde una postura menos vulnerable con esos eventos del pasado.

noviembre 2, 2021