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2024-12-19 00:49:55

¡Ay, guau!

Como todos los que aman a sus perros saben, son la más grande alegría, y también uno de los más grandes dolores cuando les tienes que decir adiós.

junio 1, 2015

Crecí en una casa donde siempre había perros. Desde Ram, el labrador negro de mi papá hasta Thunder, la setter irlandés que me heredaron unos amigos de mis papás cuando tenía diez años, y su camada de doce cachorros (con los que obvio) yo me quería quedar. También estuvo Candy, una labradora medio enana que tuvo durante diez años y entre diez y doce perros que recogí de la calle, y después de bañarlos, cortarles el pelo y darles de comer, se me volvían a escapar. Y así llegamos hasta Rocky, mi chow chow negro, también heredado por una amiga de mi mamá que ya no lo podía cuidar.

Rocky había tenido una infancia bastante infeliz, lo atacaba de a tiro por viaje un pastor alemán más grande que él. Tenia problemas de tiroides y, por ende, en la piel y en el pelo. Me costó muchas idas al dermatólogo de perros, biopsas en la piel en Estados Unidos y tratamientos miles. A diferencia de los chow chows, que son bravos, Rocky era un pan, creo que por los trancazos de la vida.

De ahí vino otra labradora negra, Sasha, a quien tuve desde cachorra; Mateo, el único chihuahua agradable que conocido; Rosco, mi perro cirquero que encontré bajo la lluvia afuera de un techito en casa de mi mamá, el más agradecido de todos; Jack, un Jack rusell albino a quien adopté de ocho meses porque nadie lo quería; Ringo, un chihuahua in-so-por-ta-ble que le regaló mi mamá a una de mis hijas; y por último, Gastón, el terranova que todos conocen. Y para resumir, en total, he tenido 25 perros en la vida.

Por todos ellos he llorado muchísimo. A Sasha la tuve que dormir después de doce años porque tenía cáncer, y Mateo se murió por insuficiencia respiratoria a los diez. A Rosco, por treparse a un árbol (les digo que era cirquero), se enredo su collar donde viene la plaquita con sus datos y se ahorcó con una rama, ya sé, de película, ni me digan, yo también me quise matar, y a Rocky lo perdí después de nueve años por una contorsión intestinal, razón por la cual Gastón hoy se queda en su jaulota una hora exacta reposando después de comer.

Como todos los que aman a sus perros saben, son la más grande alegría, y también uno de los más grandes dolores cuando les tienes que decir adiós.

Hasta la fecha sigo teniendo las cenizas de todos en mi clóset. Si me mudara de casa, no me gustaría que se quedaran enterrados en un jardín ajeno, ahí con extraños (jajaja, creepy). A donde me mueva, ellos vienen conmigo, llámenme enferma.

Por el amor que les tengo a los míos, a los suyos y a todos los que están afuera sin una familia o casa que los quiera y los cuide, es que decidimos dedicarles esta edición a los perros, los amigos más incondicionales del hombre… y de las mujeres también. 

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junio 1, 2015