Tenia cuatro años y estaba encerrada en la alacena de mi casa con un bote de crema de cacahuate y una cucharadota entrándole con singular alegría, escondida de mi mamá que estaba intentando que yo, desde esa corta edad, cuidara mi alimentación, pero sobre todo mi peso.
Regordetita desde chiquita. Ansiosita desde chiquita. Enamorada del azúcar y los carbohidratos desde chiquita. Por eso me pareció un abrillante idea abrir todos los cajones de la cocina a manera de escalerita para subirme y poder alcanzar las Chips Ahoy! que habían puesto fuera de mi alcance. Esos son de los primeros recuerdos conscientes que tengo de mi relación con la comida, y de ahí para adelante.
Mi adolescencia fue un infierno. Todo el mundo era más delgado que yo, más guapo que yo, con más pegue que yo. Veía a todas las mujeres recontentas con su cuerpo, ¡y con la vida! Yo, por el contrario, como me había aconsejado mi mamá, debía usar ropa suelta que no marcara mis curvas; ropa que tapara mis caderas y escondiera mi cintura; manga larga por aquello del brazo, pasando por todas las dietas y pastillas habidas y por haber. Y así, dos embarazos después, me dieron los 34.
Es triste decirlo, pero es la verdad: fue un novio –que todo el día me decía lo guapa que estaba, el cuerpazo que se me veía, la locura de curvas que tenía- quien me hizo entrar en razón.
En un principio pensaba: “qué fuerte es el amor y qué ciego y enamorado está ese hombre”. Pero un día, después de meses de seguir tratando de entender por que él me veía como me veía, entendí lo que jamás había entendido. Mi cuerpo, como estaba, era increíble.
Kilitos de más, kilitos de menos. Copa DDD o AA. Gordito aquí o gordito allá. Nuestro cuerpo es precioso simplemente porque, ¿adivinen qué?, es el único que tenemos. Y con él podemos hacer cosas que jamás imaginamos: desde terminar un triatlón hasta parir un hijo. Y así, tal cual lo leen, empecé a amar mis curvas, a atreverme a mostrarlas y a creer que verdaderamente no estaba yo para caftanes y que la comida, que no solo son carbohidratos y azúcares, está para seguir embelleciendo mi cuerpo, por fuera y por dentro.
Hoy, 43 años después, por fin amo quien soy y como me veo. Ojalá hubiera sabido y sentido esto cuando tenía 15 y nadie me sacaba a bailar.
Hoy las ganas de comer mejor nacen del amor que tengo por mí misma, y aunque de vez en cuando claro que sigo tragando una que otra porquería, confío que el amor que me tengo me regresará a tomar una mejor decisión de lo que me meto a la boca.
P.D. La próxima vez que se cachen balsfemando de sus chichis, piernas o brazos regordetes, piensen… podrían no tenerlos.