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Cuando se celebra la muerte con sus leyendas

Para los antiguos mesoamericanos los rumbos destinados a las almas de los muertos estaban determinados por el tipo de muerte que habían tenido, y no por su comportamiento en la vida.

octubre 31, 2011

Cuando se celebra la muerte con sus leyendas
Ángeles González Gamio
Cronista de la Cd de México
Autora de los libros: Charlas de café con Josefa Ortiz de Domínguez y Orígenes de nuestra ciudad
Correo: secretosycafe@gmail.com

Para los antiguos mesoamericanos, la muerte no tenía las connotaciones morales de la religión católica, en la que las ideas de infierno y paraíso sirven para castigar o premiar, Por el contrario, ellos creían que los rumbos destinados a las almas de los muertos estaban determinados por el tipo de muerte que habían tenido, y no por su comportamiento en la vida.

Las direcciones que podrían tomar los muertos prehispánicos son:

  • El Tlalocan o paraíso de Tláloc, dios de la lluvia. A este sitio se dirigían aquellos que morían en circunstancias relacionadas con el agua.
  • El Omeyocan, paraíso del sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra. A este lugar llegaban sólo los muertos en combate.
  • El Mictlán, destinado a quienes morían de muerte natural. Lugar donde descansaban o desaparecían las almas de los muertos.

Escucha el podcast: Día de Muertos en la historia

LEYENDAS:
1. La llorona:
Se dice que existió una mujer indígena que tenía un romance con un caballero español. Fruto de esta pasión, nacieron tres niños, que la madre atendía siempre en forma devota. Cuando la joven comienza a pedir que la relación sea formalizada, el caballero la esquivaba, quizás por temor al que  dirán. Dicho y hecho, un tiempo después, el hombre dejó a la joven y se casó con una dama española de alta sociedad. Cuando la mujer se enteró, dolida y totalmente desesperada, asesinó a sus tres hijos ahogándolos en un río. Luego se suicida porque no soporta la culpa. Desde ese día, se escucha en la Ciudad de México, el lamento lleno de dolor de la joven en el río donde esto ocurrió. Luego de que México fuera establecido, comenzó un toque de queda a las once de la noche y nadie podía salir por temor a la Llorona.

2. La mujer herrada:

Vivía en la ciudad de México un buen sacerdote, acompañado de su ama de llaves, quien se encargaba de las tareas domésticas. Un herrero, el mejor amigo del buen capellán, desconfiaba instintivamente de la vieja ama de llaves, y así hubo de decírselo al cura, instándole repetidas veces para que la despidiera, aunque el sacerdote no llegó nunca a hacer caso de tales advertencias y consejos. Una noche, cuando ya el herrero se había acostado, llamaron a su puerta violentamente, y al abrir encontró a dos hombres de color que llevaban una mula. Aquellos hombres rogaron al herrero que pusiera herraduras al animal, que pertenecía a su buen amigo el sacerdote, quien había sido llamado inopinadamente para emprender un viaje. Satisfizó el herrero el deseo de los desconocidos herrando la mula; y, cuando se alejaban, tuvo ocasión de ver que los indios castigaban cruelmente al animal. Intrigado e inquieto pasó la noche el herrero y a primera hora del día siguiente se encaminó a casa de su buen amigo el sacerdote. Largo rato estuvo llamando a la puerta de la casa, sin obtener respuesta, hasta que el capellán fue a franquearle el paso con ojos soñolientos, señal evidente de que acababa de abandonar el lecho. Enterado por el herrero de lo que sucedió aquella noche, le manifestó que él no había efectuado viaje alguno ni tampoco dado orden para que fueran a herrar la mula.
Después, ya bien despierto, se rió el buen capellán muy a su gusto, de la broma de que había sido objeto el herrero. Ambos amigos fueron al cuarto del ama de llaves, por si ésta estaba en antecedentes de lo ocurrido. Llamaron repetidas veces a la puerta, y como nadie les contestara, forzaron la cerradura y entraron en la habitación.
Un vago temor les invadía al franquear el umbral y una emoción terrible experimentaron al hallarse dentro del cuarto. El espectáculo que se ofreció ante sus ojos era horrible. Sobre la cama, yacía el cadáver de la vieja ama de llaves que ostentaba, clavadas en sus pies y manos, las herraduras que el herrero había puesto la noche anterior a la mula.

Escucha el podcast: Colonias y sus historias

3. El puñal del conquistador
Hombre muy rico fue don Juan Fernández Maldonado. En el juego, el vino y en las mujeres gastó inútilmente sus riquezas y pronto dio al traste con casa y hacienda. Las encomiendas, las minas, las casas, los vastos campos de labor y de ganado, fueron lo primero que quitaron a don Juan Fernández Maldonado sus acreedores y luego salieron de su poder, poco a poco, las mil suntuosidades que alhajaban su casa mayorazga quedó sin nada.
Como estaba pobre, todos los de su amistad lo abandonaron; pues no hay amigo ni hermano si no hay dinero en mano. Buscaba una tarde afanosamente por toda la casa, algo que vender para saciar su constante deseo de vino, y en una sala polvorienta encontró un puñal en un viejo cajón. Magnífico era este puñal. La empuñadura y los gavilanes eran una exquisita filigrana, una joya de plata con los delicados relumbres de esmaltes azules. Buen dinero le darían por él.
Alzó la cabeza don Juan y vio el retrato de su remoto abuelo, el conquistador don Pedro López de Alcántara. Con ese mismo puñal estaba retratado; entre las manos lo tenia casi con delicadeza. De este retrato siempre lamentó con rabia la pésima ocurrencia del ascendiente suyo que lo mandó pintar en el muro de aquella sala: él lo hubiese querido vender como vendió, a buen precio, los otros de sus antepasados, pero éste, con la casa se iría sin aumentarle en nada su valor. Era imponente el retrato del viejo conquistador. Tenía una severidad adusta, destacándose con rasgos autoritarios sobre el fondo encarnado de una espesa cortina.
El autor pintó en el muro a don Pedro López de Alcántara como fue en vida; frío, seco, intransigente y grave. Don Juan veía con fijeza el enorme borlón negro y plata que pendía muy pomposo de la cintura y que sujetaba el puñal cincelado, el mismo que él tenía en sus manos y que pronto iba a dar a las de un mercader que pagaba bien.
Con desconocido estupor miraba el puñal del retrato, y presentía que algo estaba por suceder. Se iba a marchar don Juan a vender el puñal, para apostar, lo que por él diesen. Pero, de pronto, lanzó un grito despavorido, desesperado, grito de dolor que corrió, levantando ecos, por entre el amplio silencio del caserón. Al grito acudieron rápidos dos amigachos que lo aguardaban por ahí, y pasmados se hallaron ante don Juan que yacía tendido en el suelo. Su frente estaba hundida por un fuerte golpe, y la cara toda llena de sangre que le manaba abundante de la herida. En el filo del afiligranado puñal del retrato también había sangre que chorreaba a lo largo de la pared, hasta el suelo…

Escucha el podcast: Más mitos y verdades de la historia de México

octubre 31, 2011