Por Martha Figueroa
Tw. @MarthaFigueroax
Aunque este año extrañé la dotación de vinos y licores que recibía de mi jefe, me encanta la Navidad. Y los culpables de éste cariño son mis papás que la celebraban a lo grande cuando yo era niña.
Fue precioso porque nos inculcaron una mezcla de tradiciones clásicas con ideas surrealistas. Recuerdo que nos llevaban -como a los niños normales- a ver al famoso Santa Claus del aparador de una tienda departamental, para reforzar las peticiones que habíamos hecho por carta (ya saben, por si se ponchaba el globo o se extraviaba camino al polo norte), pero nos vestían a todos iguales como las hermanitas de El Resplandor. Nos veíamos súper diabólicos.
Por un lado, mi papá nos ponía a asar castañas y a pelar nueces pero, por el otro, el arbolito de la casa era rosa mexicano con morado -producto del gusto decorativo futurista que tenía mi mamá-.
Ahora que todo el mundo pasará la Nochebuena entre Whatssapp, Twitter, Instagram, el Facebook, Youtube y todos esos caballos del apocalipsis, me da nostalgia recordar que soy de la era del pavo. Del pavo vivo. Llámale guajolote.
No era tan aburrido como ahora que vas al súper, compras uno congelado gigante doble pechuga y lo metes al horno. La aventura era grande.
Por las calles de la Ciudad de México (antes Distrito Federal gracias al amigo Mancera), pasaba un pastor –de los que cuidan animales, no de la iglesia- que vendía guajolotes vivitos y alegres para la cena de Navidad. El hombre gritaba “¡arre pípilas!” y la bola corría ‘goldogoldogoldo’.
Su columnista aguerrida –yo- tenía 5 años de edad cuando mis papás me dejaron a cargo de mis hermanas mayores, que parecían niñas buenas, solidarias y responsables. Estábamos jugando dichosas en el patio de la colonia Roma, cuando llegó el pastor y uno de sus guajolotes enloqueció y nos atacó.
Yo digo que ya existía la gripe aviar porque el animal tenía cara de loco. Mi hermana mayor –la más prudente- se metió a la cocina y nos dejó a las pequeñas a merced del asesino, que nos persiguió a picotazos (y eso que todavía no embarnecía, ni me ponía tan jugosa como ustedes me conocieron). Con mis 80 centímetros de estatura, el guajolote maldito se veía como un pájaro del Jurassic Park. Hay momentos en la vida que te marcan para siempre: a veces te quitan la corona de Miss Universo y a veces, te persigue una fiera.
Tenían que habernos visto a las dos niñitas suplicándole a la otra que nos dejara entrar y ella, cual protagonista del Exorcista, decía que no. Y con esto lo que quiero dejar claro es que, si en ocasiones notan que reacciono raro, es que no tuve una niñez normal. Todo mundo piensa en comerse el pavo y ¡el pavo me quería comer a mí!
Al final, otra hermana menos sanguinaria abrió la puerta, encendió la luz al final de túnel y pudimos escapar. Sí, en mi casa siempre hubo espíritu navideño.
Ahora no recibí las botellas de champaña del patrón –que con descaro re-regalaba a mis amigos- ni la canasta con productos importados del extranjero lejano (berberechos, turrones, dátiles y espárragos blancos), ni participé en la rifa de fin de año, pero estoy felíz en casa de mi madre, la ‘Salvador Dalí del decorado’.
Lo única tradición que disfrutaba mucho y tendré que evitar, por mi bien y el de los que me rodean, es usar lencería roja. La verdad, yo me la ponía por combinarme en tonalidad con Santa, los caramelos y los foquitos. Pero acabo de leer que el rojo emputece y no quiero que nadie me malinterprete en ésta época de dar y recibir.
¡Felices fiestas lectores queridos!