Por Martha Figueroa
@MarthaFigueroax
No quiero alarmar a nadie, pero… voy a pasar a la historia como la mujer que destruyó el reloj Art Decó de la Condesa. ¡Que alguien me detenga!
Cuando mi hijo tuvo la brillante idea de mudarnos, no lo pensé dos veces porque me emocionó vivir en el paraíso de los perros y las bicicletas.
Acabo de ver una foto preciosa del reloj (patrocinado por la comunidad Armenia) de 1930. Qué bonita obra de arte y qué historia tiene. Fíjense, originalmente funcionó como radio con gradas alrededor para los oyentes; más tarde se convirtió en una fuente donde chapoteaban los perros afortunados. Hoy ¡es el objeto que más odio en el mundo!
Antes cuando buscaba casa, lo que me importaba saber era el número de recámaras, la entrada de sol, la edad de los baños y la cocina, el estado del elevador y el número de muertos (ya saben, por aquello de las presencias demoniacas tipo la casa maldita de Amityville).
Esta vez me faltó investigar a qué hora deja de sonar el «relojito». Hubiera sido perfecto que me dejaran vivir unos días en el departamento antes de rentarlo para descubrir los secretos que encierra el entorno. Pero no, las sorpresas deben de ser –como su nombre lo indica- inesperadas.
Por ejemplo, en mi otra dirección no sabía que sería vecina de la mundialmente famosa Casa Blanca del presidente Peña Nieto y su familia. Llegué ahí como una ignorante de la vida y luego hice descubrimientos fantásticos, tipo que deberían abrirme las puertas de cualquier organización de inteligencia.
En mi nueva casa me enteré hace una semana que… ¡el reloj armenio suena las 24 horas! En “Do” ronco, desafinado, sin ton ni son. Una de la mañana, dos de la mañana, tres de la mañana, cuatro de la mañana, cinco de la mañana, seis de la mañana. Muy macabro.
A los visitantes les parece pintoresco mientras toman café en las tardes o hacen jogging, pero yo que me despierto cada hora con el “ding daaaang dong dang dig doooooonggggggg”, me quiero matar.
Antes de provocar un lío diplomático, quiero aclarar que respeto y quiero mucho a los armenios. Pero la tortura campanaria no es vida, busco venganza y quiero que alguien pague por ello. Para eso pienso crear la asociación “Sonámbulos sin fronteras” y juntar firmas, donativos o algo.
Seguramente, el responsable de los campanazos duerme como bebé muy lejos de aquí y no sabe la que armó, o sí lo sabe y quiso vengarse de la comunidad, condenándonos a estar siempre despiertos como en las sagas de Crepúsculo.
Anoche, las campanadas a hora del diablo –las 3 am- trajeron hasta mi almohada un proyecto que desde hoy será mi religión: cargarme el reloj.
Es que ya traté de conciliar el sueño con tapones para los oídos, baños de lechuga, meditación trascendental y unas pastillas buenísimas que causan noctambulismo, pero fracasé. Bueno, hasta el veterinario del barrio quiso ayudar y me recomendó la anestesia para caballos que mató a Michael Jackson (¡Dios, que gente tan rara vive por aquí!).
Después de siete días sin dormir y convertida en zombi, estoy trabajando en un dispositivo casero tipo bomba para volar el reloj con todo y torre. Aunque no lo crean soy una audaz electricista (que si el cable rojo, que si el cautín).
Mis noches empiezan a recobrar sentido… Shhh, esperen… Estaba a punto de enviar ésta columna y… ¡milagro! No hay ruido nocturno… ¡Yeah! Creo que alguien más enfermo, desvelado y rápido se me adelantó en la delincuenteada.