Por Martha Figueroa
@MarthaFigueroax
Pobre Lulú. Habrá pensando lo peor de mí.
Dicen que los perros tienen oídos casi supersónicos, o mejor dicho, escuchan en frecuencias muy altas que son inaudibles para el oído humano (o no sé, el tema es que escuchan todo y se enteran de todo). Estoy segura que supo que estábamos organizando los preparativos para matarla (o “dormirla” como dicen los románticos) porque la última mirada que me lanzó fue rara. Sé que alguno pensará que soy una malvada, pero los dolores y tumores la tenían en un sin vivir. ¿Se acuerdan de la amiga de Javier Bardem en “Mar adentro”? Eso mismo. Te conviertes en una incomprendida y te tachan de asesina, pero es un verdadero acto de amor.
Seguro Lulú me oyó alegar por teléfono los detalles de la eutanasia. Le habíamos contratado el paquete fúnebre que incluye veterinario experto en inyección letal, transportación terrestre hasta el crematorio, ceremonia luctuosa, sesión tanatológica (para ayudarnos en el proceso de duelo), certificado de despedida y entrega de cenizas en urna personalizada. También había final con liberación de mariposas, pero mi hijo les tiene fobia.
Traté de ser discreta, pero la tarde anterior monté un pequeño altar para disfrazar el pasillo de la muerte y que Lulú se alegrara un poco cuando le llegara la hora. Mientras poníamos flores, letreros de amor y fotos felices, discutíamos sobre su última cena. Es que aunque a nuestra querida mascota le tocó vivir en la época del mejor alimento para perros fabricado en la historia –súper sano, balanceado para pelo brillante y heces firmes- ella prefería el pollo frito del Coronel Sanders y las salchichas de dudosa fabricación…¡en eso se parecía mucho a su dueña! Nos tenían que haber visto formadas en la cola de los cup cakes caninos que regalan los fines de semana en el parque, las dos babeando y pensando: “uff, se ven buenísimos”.
Lulú se merecía eso y más porque era dulce, conmovedoramente fiel, pacífica, entrada en carnes y de alma atormentada, pero noble e incondicional compañera por casi 16 años –tiempo que orinó por todos los rincones-.
Nunca tuvo ladridos inoportunos ni malas muecas. Ni siquiera cuando se le estaban cayendo los ojos. Justo la tarde que debía entregar a la editorial mi primer libro (“Micky”, sobre las andanzas con Luis Miguel), tuve que cortar de cuajo la inspiración de las últimas líneas y correr al veterinario. La historia termina en que vendimos muchos libros, pero perdimos un ojo.
Siempre sentí que Lulú odiaba a los perros, nunca se llevó bien con ellos. A lo mejor ¡no era un perro! Le chocaba ir al parque y si le lanzabas un frisbee para que lo cachara al aire, te volteaba a ver con cara de: “¿peeeerdón?¡ve tú, rómpete tú las muelas!”. De cualquier forma, seguramente hubiera disfrutado su nueva casa, en el vecindario donde los humanos valemos poco y los perros mucho. Tal vez crean que exagero, pero… por si acaso, cuando voy a cruzar la calle, me escudo tras los chuchos para que los coches se detengan y no me lleven de corbata.
A lo que iba, es que estoy segura de que la pobre Lulú se dio cuenta de nuestras obscuras intenciones o pensó: “mejor dejo de respirar y les ahorro el proceso” porque una noche antes del velorio se murió. Solita. Tranquila y sin producción.
Se canceló el evento funerario, pero nos quedan los recuerdos y las anécdotas. Fue una perra muy amada por su familia humana y por un conejo. Bueno, en realidad es coneja de orejas caídas y muy mona, se llama ‘Sopa’(soup para los lectores extranjeros). Eran compañeras de juegos y cobertizo, hasta que un buen día la amistad se convirtió en una pasión interracial preciosa. Nunca vi ocho patas tan acopladas: la naturaleza es sabia… ¡Adiós Lulú!