Por Alejandra Ortíz
@alita_emo
A muchos nos ha ocurrido el infortunio de tomar jugo de naranja después de lavarnos los dientes y paladear, en vez del esperado dulzor de este líquido, un sabor desagradable y amargo que nos hace querer no volver a tomar jugo o no volver a lavarnos los dientes. Ese mismo jugo, si lo probamos un rato después de nuestra higiene bucal, tiene otra vez el sabor dulce que nos gusta. Lo que cambió no es el jugo, sino nuestra boca.
En la lengua tenemos unas estructuras llamadas papilas gustativas que están formadas por diferentes células. Estas células en su parte exterior, la membrana, tienen receptores para las moléculas de sabor; para cada sabor existen receptores especializados. Cuando algo entra a nuestra boca, las distintas moléculas se pegan en los receptores, quienes mandan una señal al cerebro de si lo ingerido es amargo, dulce, salado, ácido, etc. La pasta de dientes engaña a estos receptores.
Uno de los ingredientes de muchos productos de limpieza, incluida la pasta dental, es el lauril sulfato de sodio, el cual es un detergente que produce espuma. Las propiedades detergentes del lauril sulfato de sodio le permiten deshacer cúmulos de grasa, algo muy útil cuando estamos tratando de limpiar un sartén donde acabamos de guisar chicharrón. La cosa es que las membranas de toda célula están también hechas, como el chicharrón, de grasas o lípidos.
Al lavarnos los dientes el lauril sulfato de sodio modifica momentáneamente las membranas de las células de las papilas gustativas. Los receptores a lo dulce son más sensibles a este químico y se suprimen, mientras que los ácidos se transforman en amargos. La batalla entre la pasta de dientes y el jugo de naranja es producto de dos confusiones: la de las papilas gustativas y la nuestra, al limpiar nuestra boca como si fuera un sartén con chicharrón.